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«Lo que se escribe en la arena se lo lleva el viento, pero lo que se talla en una piedra perdura para siempre».

Elizabeth Twoys vive una vida solitaria, sus padres murieron hace muchos años, y solo cuenta con su mejor amiga, Carmen.

Una llamada de un viejo conocido la hará volver a Egipto, el hogar de su familia y el suyo propio.

Misterios y secretos rodean toda su historia familiar.

¿Podrá Elizabeth descubrirlos todos?

¿Podrá soportar la verdad detrás del símbolo de Ankh?

 

Capítulo 1

El viento por muchos años sopló, moviendo la arena el tiempo avanzó, borrando todo resto de muerte y del pasado, llevándose consigo los restos de una tragedia que sólo por libros la gente conocía. El sol ardía fogosamente en el cielo, iluminando la tarde en la ciudad de Londres.

La luz se filtraba a través de las ventanas de la Universidad de Cambridge. Se escuchaba el chapotear del agua cada vez que alguien hacia una braseada; Elizabeth Twoys había aprendido a nadar incluso antes de aprender a caminar, no podía recordar un momento de su vida en que no lo hubiese hecho, y ese día en particular lo necesitaba más que nunca.

La noche anterior los sueños no la dejaron descansar, eso no era precisamente algo nuevo, sin embargo, había veces donde se volvían más intensos y esa noche fue una de ellas. La imagen de la figura que aparecía en sus sueños vino a su mente, paralizándola por completo.

Era una cruz invertida con un asa en la parte superior, exactamente la forma que poseía una llave.

¿Qué eres?, ¿Qué significas? La curiosidad la estaba matando, esa llave parecía tener una conexión con ella, parecían estar unidas.

Un sonido la sacó de sus cavilaciones, era el pitido de un silbato anunciándole que su tiempo había terminado. Nado hacía las escaleras, consciente de que la piscina pronto cerraría, subió por estas y se dirijo hasta donde tenía su toalla, dejando tras sí un camino de gotas que resbalaban por su cuerpo.

—Eso ha estado alucinante, ¡50 segundos! Ha sido tu mejor tiempo Liz. —Elizabeth se volteó, solo para encontrarse con pecoso y alegre rostro de Carmen Villarreal, su mejor amiga.

—¿De verdad? Pensé que me había retrasado. —respondió divertida.

Carmen bufó haciendo que uno de sus rizos pelirrojos se moviera de su frente algo que a Elizabeth siempre le había causado gracia, siempre quiso tener el cabello rizado como su amiga; pero ahí donde el pelo de Carmen era un montón de rizos bien definidos, el de ella era un simple cabello lacio.

Alguien que no las conociera pensaría que no existían un par de personas más diferentes. Mientras que Carmen tenía el cabello rojo como el fuego, el de Liz era negro como la noche. La piel de su amiga estaba cubierta de pecas y era muy blanca; la suya era de un tono bronceado. Carmen era menuda y delicada, y poseía una personalidad divertida y atrayente. La personalidad Liz era un tanto… Difícil. Digamos que había perdido varios amigos por su carácter.

Pero la diferencia más clara era el color de ojos.

Los de su amiga verdes como las hojas en la primavera brillaban y centelleaban de emoción. Mientras que los de ella eran grises como la plata, fríos y tormentosos, aunque a ella no le gustaban, muchas personas los encontraban atrayentes y exóticos.

—Hey… Tierra llamando a Liz. —El chasqueo de los dedos de Carmen en frente de su rostro la devolvió a la realidad.

—Perdona, creo que me deje llevar por mis pensamientos. —dijo con una sonrisa.

—Si no me dices, no me doy cuenta -le respondió con ironía -Hoy estas muy rara, ¿Sucede algo? —El tono de preocupación en la voz de su amiga la hizo sentir culpable. No le gustaba preocupar a los demás.

—Estoy bien, es solo que no he dormido bien en las últimas noches. —Miró a su amiga esperando que captará lo que sus palabras querían decir, después de todo ella era la única que sabía de sus sueños.

—¿El desierto de nuevo? —preguntó inmediatamente.

Liz sonrió, era por esa razón que ella era su mejor amiga. No tenían que expresar en voz alta lo que sentían, sólo bastaba una mirada o una palabra para que se comprendieran. Asintió sintió, sin embargo, no dio más detalles, no era el lugar para hacerlo. Carmen comprendió el silencio de su amiga y no hizo más preguntas al respecto. Conversaron sobre temas triviales mientras se encaminaban a los vestidores.

—Espérame aquí, me cambió y nos vamos. —dijo Liz en cuanto llegaron a la puerta de los vestidores de chicas.

—Por su puesto. —Carmen asintió y se colocó sus audífonos mientras se sentaba en un banco.

Elizabeth entró para poder cambiarse el traje de baño. Buscó su casillero para sacar la ropa que tenía guardada allí. Se quitó su bañador, y lo guardo en su mochila; se puso ropa interior y tomó una sudadera color negro, la pasó por sus brazos, mientras tarareaba la letra de «Bohemian Rapsody». Se pusó los shorts verdes que había traído y con un peine cepillo su gran melena oscura. Terminaba de tararear la canción cuando se dio cuenta que no traía sus medidas favoritas, por lo tanto, tuvo que ponerse sus zapatos sin ellos

Genial. —Pensó con fastidio.

Al salir de encontró con una imagen de lo más cómica.

Carmen se encontraba bailando y saltando por todo el pasillo. Por la sonrisa tonta que traía en sus labios, Elizabeth supo que se encontraba conversando por teléfono con Ricardo su nuevo novio o como ella lo llamaba, «El galán en turno».

—¿Nos vamos? Estoy segura de que Ricky puede esperar. —dijo acercándose por la espalda de su amiga. No pudo evitar soltar una carcajada al ver como pegaba un brinquito al no sentirla llegar.

—¡Me asustaste! —Carmen se volteó lanzándole una mirada fulminante —¡Estaba distraída y no sabía que ya habías salido! —le gritó enojada.

—Y tanto que lo estabas, si casi llamó a lo plomeros porque si le abrías un hueco al piso. —¡Eso no es cierto! —chilló ruborizada.

—Aja, sí, claro que sí. —respondió mientras cruzaban las puertas de la Universidad. Entre risas y bromas, el camino hacia el apartamento donde vivían se les hizo muy corto. El edificio era parte de la Facultad en que estudiaban, en maneras más simple de decirlo, era una residencia estudiantil.

Las chicas se despidieron en la sala común que compartían con otras dos muchachas más, y cada una se dirijo a su habitación. Liz cerró la puerta tras ella, el cuerpo le dolía un montón, solo quería acostarse en su cama y dormir unas 12 horas como mínimo. La habitación de Elizabeth se encontraba en penumbras, sólo había una pequeña luz, la cual provenía de los rayos de luna que entraban por la ventana.

Se movió tanteando con sus manos las paredes buscando el interruptor con mucho cuidado para no tropezarse. Sin embargo, no le sirvió de mucho. Sólo había avanzado unos cuantos pasos cuando se golpeó la rodilla con su mesa de noche. «Maldición». Encontró el interruptor y encendió la luz, levantó su mesa con cuidado y la colocó en su lugar.

La habitación que le habían asignado en la Universidad, no era ni muy grande, ni muy pequeña. La verdad, ella creía que era del tamaño perfecto; el espacio estaba ocupado por su cama, su guardarropa, y una pequeña mesa en la que se encontraba una lámpara. Las paredes se encontraban pintadas de color blanco, cubiertas por la mayoría de los dibujos que había hecho desde vivía allí.

Iba a tumbarse en su cama para descansar, cuando noto algo que le había pasado desaparecido antes. En el suelo aún lado de si cama estaba una caja dorada con una hermosa cerradura color cobre y un símbolo en forma de «N» tallada en él. La bilis subió por toda su garganta, quemándola. Hacía mucho tiempo desde la última vez que había tenido ese objeto frente a ella. «El cofre de sus padres”. Dentro de él tenía grandes recuerdos de su madre y su padre.

María y Fabián Twoys murieron el 20 de marzo de 2007, en un accidente de un trabajo arqueológico que resolvían; Liz sólo tenía 7 años. Fue un suceso muy doloroso, pasaron años antes de que hubiera podido recuperarse de él, y cuando por fin logro hacerlo, quiso dejar atrás todo lo que le recordaba a ellos; pero por alguna extraña razón, no pudo deshacerse de esa caja.

Sus padres eran arqueólogos y amaban su trabajo más que cualquier otra cosa (Liz creía que incluso más que a ella), y parecía que el universo tenía un sentido del humor muy oscuro, porque por más irónico que sonara, y por mucho que lo hubiese tratado de evitar, ella continuaba sus pasos.

Una sonrisa se formó en sus labios.

Quizás se parecía más a sus padres de lo que quería admitir.

Sus ojos se llenaron de lágrimas, luego de la muerte de sus padres, su custodia quedó en manos de su madrina al no tener más familia, sus padres eran hijos únicos, por lo cual no tenía ni primos, ni tíos y sus abuelos habían muerto muchos años antes. Su madrina Cristina se esforzó por darle todo el amor que pudo, y a pesar de ella se lo agradecía inmensamente, nunca fue lo mismo.

Siempre fue buena estudiante, y muy aplicada, nunca se metía en problemas y de lo único que podían acusarla, era de mantener todo el tiempo su nariz metida en un libro. Por eso no le sorprendió cuando obtuvo una beca para estudiar en la Universidad de Cambridge. Sin pensarlo dos veces se mudó a Londres, era su oportunidad de dejar todo su pasado atrás, de separarse de todo aquello que le causaba un gran dolor. Su madrina y Carmen siempre le decían que viera el contenido del cofre para así poder cerrar ese capítulo de su vida, para poder superar todo, pero…

¿Cómo se supera la muerte de tus padres?

¿Cómo se supera que no los volverás a ver?

Que no te cuidarán cuando estés enfermo.

Que no te darán sus sonrisas.

Eso no se supera, y mucho menos se acepta.

Miro la caja una vez más, quizás ellas estaban en lo cierto, y ya era el momento de que cambiará de página para siempre, después de todo, era por ello que había tomado la decisión de dejar su pueblo. Estaba a punto de abrir el cofre cuando el sonido que indicaba la entrada se una llamada en su celular robo su atención; lo saco del bolsillo de su sudadera.

Frunció el ceño al desbloquear la pantalla. No reconocía ese número, pero a pesar de todo atendió.

—¿Hola? —la respiración de quién sea que llamara era palpable del otro lado del teléfono.

—Buenas noches, disculpen la hora. ¿Se encuentra Elizabeth Twoys? —la voz masculina que le respondió le resultaba vagamente familiar, aunque en ese momento no podía recordar de dónde.

—¿Quién habla? —preguntó.

—Soy yo, Mark Vivanovik. —respondió.

—¡Mark, que alegría volver a saber de ti! ¡Han pasado meses desde que tuve noticias tuyas! —la alegría en la voz de Elizabeth era notoria.

Mark era un viejo amigo de sus padres y también había sido su profesor en su primer año en la universidad. Sin embargo, para ella era más que un simple maestro, era como un segundo padre.

—Lo mismo digo Liz, ¿Qué tal te ha ido? ¿Cómo estás?

—Estoy muy bien ¿Y tú? —preguntó divertida. Mark sólo llamaba cuando necesitaba algo, y como su curiosidad era más grande lo dejaría montar su show para reírse un rato.

—Con mucho trabajo aquí en las ruinas —respondió como quién no quiere la cosa. Liz bufó. Esa era otra de sus tácticas.

Todos en la facultad sabían qué hace unos meses había comenzado una importante investigación arqueológica. El mismo gobierno de Egipto lo había reclutado para que los ayudará a recuperar los tesoros del antiguo país, y sobre todo protegerlos de los cazadores que quisieran robarlos.

—Muy bien, me alegro mucho por ti, pero ya enserio ¿por qué llamas? Ve directo al grano. —Elizabeth decidió que si lo dejaba montar su teatro sería mucho peor. Una risa se escuchó de otro lado.

—Siempre tan perspectiva, igual a tu padre. —A pesar de no podía verlo, sabía que una sonrisa melancólica se había formado en los labios de Mark —Te llamo porque tengo una oportunidad de oro que ofrecerte. Mis jefes creen que necesito ayuda en el trabajo que estoy realizando, y pensé que quizás…

—No. —respondió inmediatamente, ya sabía por dónde vendría, y era mejor cortar si idea de una vez.

—¿No? —la confusión era palpable en su voz. —Pero si ni siquiera te he dicho…

—Ya sé lo que me dirás. —dijo interrumpiéndolo. —Me ofrecerás de nuevo un empleo en Egipto, y mi respuesta fue y sigue siendo. No. Mark suspiró, y Liz lo oyó murmurar algo parecido a «Terca como la madre. Dios me libre».

—Se que te asusta viajar allí, por lo ocurrido con tus padres, pero no puedes dejar que eso influya en tus decisiones, y mucho menos en tu vida. —el tono calmado y conciliador en que lo dijo hizo enfadar a Liz.

—Yo no… —comenzó a decir, pero no pudo terminar porque Mark la interrumpió.

—Piénsalo, solo te pido eso, tengo que dar una respuesta a final de semana, tienes mucho tiempo para tomar una decisión. Pero sólo te digo que a tu padre no le hubiese gustado que su hija se separar de sus raíces. —dijo y luego colgó dejando a Liz con una confusión muy grande.

Luego de la inesperada llamada de Mark, Liz decidió que lo mejor era irse a dormir y consultar todo eso la almohada. Tomó un vaso de agua, para después meterse en el calor de las sábanas de su cama.

Esa noche no pudo descansar, una vez más los sueños vinieron, y está vez con mayor fuerza que nunca.

El corazón le latía a mil por hora mientras corría, sus pies chocaban contra la arena caliente del desierto, mientras que el calor asfixiante le golpeaba el pecho dejándola sin respiración.

Sabía que tenía que buscar algo, era más que eso, necesitaba encontrar algo desesperadamente; sin embargo, aún no tenía idea de lo que me lo era. Sus piernas estaban a punto de ceder, sentía que pronto se desmayarse su no tomaba un poco de agua. Llegó a la cima de la una duna, y ahí encontró un objeto que sobresalía de la arena, corrió hacia él y escarbó con sus manos. Presentía que lo que anhelaba estaba allí.

Lo que descubrió la dejo más confundida que antes. Era un collar, de esa no hacía duda, aunque no uno que reconociera. Era una cruz, una muy particular. En la parte superior tenía forma de ansa, y viéndolo enteró, poseía la forma de una llave.

«Ankh»

No supo cómo, pero algo le decía que ese era el nombre de la joya. Observaba detenidamente el collar, cuando sin darle tiempo para reaccionar, y de manera inesperada, un remolino de arena la cubrió totalmente. El desierto parecía hablarle.

—Este es el collar de Ankh, tú herencia y la de tú familia. Es tú deber restaurarlo en Egipto.

Sus piernas flaquearon, y su pulso se aceleró. No era el desierto quien le hablaba, era su padre. Los ojos se le llenaron se lágrimas al verlo, y en cuanto a él, solo le sonrisa para luego desaparecer con el viento.

—¡No! —las palabras brotaron de su garganta. Todo a su alrededor empezó a tirarse borroso, sin embargo, ella se acercaba con fuerza al sueño. Aunque no fue suficiente.

Elizabeth despertó con el pulso agitado, el cabello lo tenía pegado al rostro a causa del sudor que desprendía su cuerpo. Se llevó una mano a la frente, para descubrir que se encontraba ardiendo en fiebre. Sus manos estaban heladas. Y a pesar de que se encontraba cubierta de sudor, su cuerpo tiritaba por el frío intenso que tenía. Tomó su bata y calzando en sus pies unas pantuflas se levantó de la cama, se dirigió hacia la ventana y la abrió. El cálido viento veraniego le azotó en el rostro relajándola.

Posó su vista en el cielo, las estrellas brillarán en él. La luna, alta y majestuosa, se alzaba iluminado todo el lugar, era pasada la medianoche.

«Nuestros demonios internos regresan en los momentos menos esperados”.

Cerró la ventana, y volvió a la cama, esta vez muy intranquila.

* * * *

La noche era tensa y espesa, la oscuridad gobernaba todo creando sombras en las paredes, imágenes difusas que rondaban las calles. Una silueta corría entre los desolados callejones, llevaba puesta una capa negra, y la capucha de esta cubría su rostro, haciendo imposible vislumbrar su identidad. La figura se detuvo al llegar aún deposito aparentemente abandonado, pronunció unas palabras en un idioma indescifrable, y las puertas de este se abrieron.

Dentro un hombre sentado en una silla lo esperaba. Era alto y robusto, sus ojos eran marrones como el chocolate. Portaba una barba y un corte de cabello que estuvieron de moda en otra época. Su piel aceitunada, cubierta por un traje imponente, evocaba el atardecer donde el sol ardía fogosamente en el desierto.

—Llegas tarde. —pronunció, su voz, áspera y exótica, se asemejaba al siseo de una serpiente que se prepara para atacar a su presa.

La persona detrás de la capucha hizo una reverencia, y por un segundo pudo observarse un mechón de cabello rubio que salía de su capa; sin embargo, desapareció de inmediato cuando la figura recuperó su postura.

—Pido disculpas mi señor, pero el traslado en esta ciudad no es como en nuestra amada patria. —El hombre hizo un gesto de indiferencia con su mano, restándole importancia a lo que decía.

—No me interesan tus escusas, menos palabras y más acción. —respondió arrastrando las palabras.

El encapuchado retrocedió por si su maestro perdía los estribos.

—Señor, tengo noticias de la chica. —dijo, y como esperaba la tensión desapareció de sus hombros.

—¿Y bien? ¿Qué has descubierto?

—Ella se encuentra en esta ciudad. —respondió, se alegró de que su voz no titubeara, revelando el miedo que sentía.

—¿Estás seguro de es ella? —preguntó con cierto recelo.

—Si mi señor, la he seguido por días, y he descubierto que…

—¿Qué cosa? ¿Qué has descubierto? ¡Habla de una vez!

El tono de voz del desconocido era amenazante, pero un matiz de miedo y ansiedad se vislumbraba en él.

—Ella posee la marca…

Silencio, por un momento sólo hubo un tétrico y agonizante silencio.

Un silencio lleno de misterios y secretos.

Un silencio que ocultaba la negrura de un al

Un sonido lo quebró.

¿Una risa?

No, una carcajada, pero no una amistosa; sino una helada y sin gracia, de esas que se deslizan dentro de tus sueños convirtiéndolos en pesadillas.

El hombre paro de reír, se levantó de su asiento con dificultad, su pierna izquierda cojeaba un poco. El encapuchado retrocedió, pero al momento que lo hizo dos hombres que desconocía lo sujetaron de los brazos impidiéndole moverse. El individuo avanzó hasta él y posicionó sus manos, largas y huesudas sobre sus hombros.

—Me has sido de gran ayuda, viejo amigo… Es una pena. Porque ya no te necesito.

De pronto y sin darle tiempo de reaccionar, le clavó un puñal en el pecho, robándose su vida. El encapuchado cayó al piso. Sangre cubría todo su cuerpo. Él sabía que moriría, pues el dolor era cada vez más intenso. Sus ojos se cerraban, pero antes de dejar este mundo, vio unos ojos marrones, y una sonrisa pérfida que acompañaba a un rostro arrugado como el papiro.

—Voy por ti princesa. —fueron las últimas palabras que escucho, pues luego la muerte, fría y despiadada, se lo llevó…

 

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