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SINOPSIS

Un hermano es el dueño de su cuerpo, el otro de su corazón.

En un mundo robotizado donde no existe el trabajo manual para los humanos, debes tener dinero para vivir o ir a la universidad para obtener un empleo, si no rápidamente te conviertes en un indigente, la escoria de la sociedad.

La última opción para sobrevivir es venderte como esclavo por un lapso de tiempo y tratar de obtener el mejor precio por tu libertad.

Maía pierde a su madre y para su padre no es más que una obligación de la cual se deshará cuando cumpla la mayoría de edad. El tiempo se le acaba y debe tomar una decisión con respecto a su futuro.

Noah no cree en la esclavitud, por eso cuando su hermano le regala una esclava como obsequio de cumpleaños su primer impulso es rechazarla. Sin embargo sabe lo que será de su vida si la devuelve, por lo que decide quedarse con ella para cuidarla. Así quizás logre enmendar un poco los errores que cometió en el pasado y aligerar la culpa que lo atormenta.

En un mundo donde abunda el hambre y la pobreza, ¿qué estarías dispuesto a sacrificar para cambiar el resto de tu vida?

CAPÍTULO 1

 

¿Quién se mete en la boca del lobo por voluntad propia? Solo los que no tienen opción o los muy desesperados, y Maia lo estaba. La vida que conoció hasta hace unos meses terminó, ya no era la chica despreocupada que había sido y pronto ni siquiera sería considerada un ser humano, sino un simple y caro objeto de placer. Con pesar se miró en el espejo grande que había en su habitación, evaluando lo que había decidido vender. Con mirada aprehensiva estudió lo que a su criterio era el mejor rasgo de su cara: sus ojos. Verdes, almendrados, simétricos, estaban adornados con espesas pestañas y cejas gruesas y arqueadas de un tono un poco más oscuro que el de su pelo. Estudió su largo cabello rubio y ondulado que le llegaba casi a la cintura, ligeramente más claro en las puntas producto del sol de la playa. Su corte totalmente recto le permitía todo tipo de peinados. Mentalmente agradeció al desgraciado de su padre su exigencia de que no lo cortara y que pagara todos esos caros tratamientos que lo había mantenido hermoso y muy bien cuidado. La piel de su rostro era casi perfecta y de un ligero tono bronceado por el sol de Florida. Su nariz respingona y sus labios generosos le daban el aspecto de una muñeca que de seguro satisfaría el capricho de su futuro amo. Su cuerpo estaba sano y bien alimentado, delgada con pequeños senos y cintura estrecha, su piernas y brazos eran largos y bien torneados por las clases de gimnasia que se vio obligada a tomar y que aborrecía.

 

El día anterior había recibido el título que la acreditaba como graduada de la escuela secundaria. Había asistida sola al acto, su madre había fallecido unos meses atrás y a su padre no le importaba. Para él, ella era solo una obligación, de hecho, nunca lo había visto, no tenía ni siquiera una foto para hacerse una imagen mental, solo un nombre: Martín Vaughan. Como solo se comunicaban a través de  su abogado, de niña la cara que le ponía a su papá era la de Blake Cameron, el representante legal de su padre.

 

Al morir su madre tuvo la esperanza de que su papá viniera por ella, pero los días pasaron y permaneció sola en el apartamento. El día del velorio de su madre solo estuvo acompañada por el pastor de la iglesia, no les dijo a sus amigos ni profesores que Amanda había muerto, no quería hablar con nadie, no quería consuelo ni que la compadecieran. Sintiéndose más sola que nunca lloró sobre el féretro sellado de la única persona que la había amado. No tenía más familia, su madre tampoco la tenía, había sido la única sobreviviente del virus cadena.

 

Lo que imaginó como un brillante futuro se tornó incierto. Un par de días antes de la muerte de su madre había llegado la carta de aceptación de la universidad, había pasado con honores las pruebas para estudiar biomedicina. Amanda, su mamá, había llamado al abogado de su padre para que realizara el pago de la matrícula y este le informó que él se había negado. Según sus palabras textuales, ella era una molesta obligación hasta el día que cumpliera los dieciocho años de edad, algo así como el pago de impuestos, dijo. Furiosa, su madre partió rumbo a Nueva York a enfrentarlo, ya era hora de que hablaran en persona y decidieran el futuro de Maia. Su madre no regresó, su aerotaxi se estrelló en las afueras de la ciudad, un cofre sellado con sus restos fue lo único que recibió.

 

Maia estaba conmocionada, no contestó llamadas, ni mensajes, durante días no salió de su casa, lloraba hasta quedarse dormida, despertaba sin ganas de levantarse de la cama, no podía comer, solo se quedaba mirando al techo y de nuevo se ponía a llorar. Hasta el día que una trabajadora social llegó a su casa acompañada de la policía. Ante sus asombrados ojos, el oficial a cargo había abierto la puerta e irrumpido en su departamento con un arma en la mano. La pobre chica estaba tan sorprendida que levantó las suyas y se puso de rodillas ante ellos.

—¿Eres Martina Vaughan? —preguntó la mujer que acompañaba al oficial.

—Sí —respondió la chica con voz temblorosa.

—¿Estás sola? —preguntó el policía mirando a su alrededor.

—Sí, señor —volvió a asentir Maia

—Levántate, niña —dijo la mujer—. Y tú baja el arma, que la vas a matar del susto —indicó al policía.

 

Con piernas temblorosas, Maia se dejó caer en el sofá.

—¿Qué sucede?, ¿por qué irrumpen así en mi casa? —preguntó la chica.

—Mi nombre es Anna Miller, soy trabajadora social y estamos aquí porque no has ido a la escuela, ni han contestado los llamados. ¿Dónde están tus padres? —preguntó la mujer sentándose a su lado.

—Mi madre murió y mi padre vive en Nueva York.

—Eres menor de edad, no puedes vivir sola. ¿Cómo localizamos a tu padre?

—Alexa, llama a Cameron —dijo Maia y una pantalla se desplegó en la pared. Unos segundos después un hombre de mediana edad, con bastante calvicie y fríos ojos azules, apareció en la pantalla.

—¿Qué quieres, Martina? —preguntó con voz gélida.

—Soy Anna Miller, trabajadora social, y necesito contactar al padre de la señorita Vaughan. Esta chica se encuentra sola, sin la supervisión de un adulto y sin ir a la escuela. El señor Vaughan, como su padre, debe venir por ella como dicta la ley.

—Deme unos minutos, contactaré con mi cliente. Porque aunque él paga su manutención, no está obligado a tener contacto con ella al tratarse de un hijo no amparado en un contrato matrimonial.

—Está bien, pero dígale a su cliente que debe encontrar una solución.

 

La pantalla se cerró. La señora Miller trató de hablar con Maia mientras esperaban la llamada del abogado.

—Martina…

—Llámeme Maia, solo Cameron me llama Martina. Odio ese nombre, no sé por qué mi padre me puso su nombre si no me quería.

—Tal vez fue tu mamá quien, enamorada de él, te lo puso —dijo la señora Miller tratando de que la chica se comunicara con ella.

—No, fue a petición de él, o por lo menos eso fue lo que me dijo mi mamá, pero ella me llamaba Maia.

—Está bien, Maia. Has preocupado a tus amigos de la escuela, ¿por qué no has llamado a ninguno?

—No quiero hablar con nadie, solo quiero que me dejen llorar a mi madre en paz.

—No puedes seguir así, no es sano, ni seguro para ti. No puedo decirte que el dolor pasará, pero debes continuar adelante.

—Lo haré, pero por ahora no quiero ver a nadie.

 

La pantalla se desplegó y Alexa anunció la llamada entrante del señor Cameron

—Hablé con mi cliente y Martina tienes dos opciones: o retomas tu vida y vas a la escuela como menor emancipado, o te internaremos en una clínica de salud mental hasta que superes el duelo y cumplas la mayoría de edad.

—¿La van a dejar sola? —preguntó molesta la trabajadora social.

—Estará bien —respondió el señor Cameron—. ¿Qué decides, Martina? —inquirió el abogado.

—Volveré a la escuela —contestó Maia.

—Muy bien. Mañana te haré llegar los documentos, los firmas y me los reenvías de nuevo, con copia a la oficina de la señora Miller.

—Está bien, Cameron —respondió Maia sin mirarlo.

—Dr. Cameron, Martina, que el título no me lo regalaron —respondió petulante el abogado, Maia le enseñó el dedo corazón. Él la ignoró—. ¿Está conforme, señora Miller?

—No me queda otra opción —respondió molesta la dama.

—Me despido, estoy muy ocupado —dijo el señor Cameron cortando la comunicación.

—¿Se ocupará tu padre de ti después de que cumplas la mayoría de edad? —preguntó la trabajadora social.

—Seguro, estaré bien, no se preocupe.

 

En un mes Maia cumpliría la mayoría de edad, al recibir los créditos correspondientes al pago de la manutención, el abogado le informó de que era el último dinero que recibiría por parte de su padre. Su situación era desesperada, con lo que había ahorrado en los últimos meses y estirando el dinero, podría comer a los sumo unos meses más, pero ¿dónde viviría? El apartamento era rentado, ¿cómo haría para pagar la renta y los servicios? Sin un título universitario era imposible encontrar trabajo. Sería una mendiga sin hogar y sin dinero y estar en la calle era espantoso.

 

El trabajo manual era escaso y en labores que no podían ser realizadas por los robots o por esclavos. Las otras opciones eran ser artista o deportista, pero a pesar de que Maia asistió a clases de gimnasia durante muchos años nunca destacó. Lo de ser artista ni lo pensó, no tenía ningún talento especial.

 

«Mi única opción es venderme», pensó una madrugada, sin haber podido dormir en toda la noche. Se dijo a sí misma que esa era la peor hora para tomar decisiones, que en la mañana todo lo vería mejor y que de seguro encontraría alguna solución. Pero muchas mañanas llegaron, y muchas salidas a buscar un empleo que nunca encontró le demostraron que no había otra salida.

 

La esclavitud regresó al mundo cuando la robotización acabó con los empleos no profesionales. ¿Quién contrataría a personas si haciendo una inversión única podían obtener una mano de obra sin remuneración y sin los defectos y enfermedades de los humanos? Las ciudades se llenaron de desempleados que se convirtieron en mendigos hambrientos, los índices delictivos crecieron exponencialmente y la desnutrición hizo a la población vulnerable a las enfermedades más comunes. Al desarrollarse, el virus cadena arrasó con la población mundial. Millones murieron, países enteros fueron devastados, muchas ciudades y pueblos quedaron desiertos. Día y noche los robots trabajaron enterrando cuerpos en fosas comunes a cientos de metros de la superficie y desmantelando ciudades para dar paso a la naturaleza. Fue un nuevo comienzo para La Tierra y los habitantes que sobrevivieron, mucho se habló de que había sido un virus producido en un laboratorio con la finalidad de reducir la población, sobre todo porque no murió nadie de la clase adinerada ni política que estaba en el poder.

 

Las personas que sobrevivieron a la pandemia se encontraron con que su situación no había mejorado, seguían muriendo de hambre, por lo que se ofrecieron en contratos de esclavitud a cambio de comida. Durante dos décadas hubo tanto abuso hacia los nuevos esclavos que los defensores de los derechos humanos organizaron protestas en las ciudades más importantes de La Tierra, obligando a los legisladores a crear una ley que protegería a esos trabajadores. Aunque aún seguían siendo cautivos, lo disfrazaron bajo el término de trabajo involuntario. Porque, si bien era cierto que voluntariamente se vendían como esclavos para el trabajo o para esclavitud sexual, era algo que no hacían por voluntad propia, sino por la obligación de un contrato donde se convertían en objetos de uso.

 

Maia había estudiado a fondo la legislación y leído en la red todo lo que había encontrado en forma de vivencia y experiencias escritas por los trabajadores involuntarios, por los defensores de derechos humanos y los estudiosos del tema. Sabía cómo sería su futuro inmediato y había tratado de prepararse para ello, si es que de alguna manera se podía preparar para las experiencias que le tocaría vivir. Había visto películas de adultos hasta el cansancio, sabía lo que harían con ella y lo que le tocaría hacer. Todos los días la voz de la razón y sus sentimientos se enfrentaban, su cabeza le decía que no sería tan malo, que solo se vendería por uno o dos años a lo sumo porque sabía que pagarían mucho dinero por ella. Pero en las madrugadas, cuando la preocupación no la dejaba dormir, la voz del corazón le decía que buscara otra vía, que no resistiría tantas humillaciones y dolor. Entonces dudada sobre lo que tenía que hacer, temblaba de miedo y pedía a cualquier ser superior que la escuchara que la librara de lo que le esperaba.

 

El no tener experiencia en el terreno sexual le daba una ventaja significativa. Su precio de venta aumentaría considerablemente por su condición de virgen, le aseguraría entrar en una subasta de exclusividad y poder establecer un tiempo menor de esclavitud. «Un alfa pagara mucho dinero por estrenarme», pensó Maia con sarcasmo. La chica no se vendería por ambición como muchas otras, solo quería obtener el dinero suficiente para cubrir sus gastos en la universidad hasta el momento de graduarse y ser un ciudadano de clase profesional. Había congelado su cupo en la universidad por dos años, con opción de ingresar antes o después según su necesidad. Una vez que culminara su contrato volvería a su vida normal y olvidaría todo lo que tuvo que hacer para sobrevivir.

 

El dinero que había ahorrado le serviría para llegar hasta Nueva York y al mejor esclavista que existía en el continente americano, Saúl Barceló. Según las estadísticas y los informes que había estudiado, este hombre poseía los mejores números en las ventas de esclavos. Tenía todo tipo de subastas, desde las más exclusivas hasta las más económicas, lograba buenos precios por los trabajadores involuntarios. Se encargaba de su preparación, los ayudaba con sus finanzas y asuntos familiares, y  hacía seguimiento a la culminación de los contratos de los esclavos que vendía, asegurándose de que estos fueran liberados y regresaran a sus hogares sanos y a salvo. El porcentaje de la comisión era mayor que los demás comerciantes del mercado, pero para una chica sola en el mundo bien valía el costo por los servicios adicionales que ofrecía. Se decía que la madre de Saúl había sido de las primeras esclavas voluntarias, como se llamaban entonces, y que se había vendido casi toda la vida adulta para garantizarle a su único hijo una educación universitaria que lo salvara de la miseria.

 

Maia vendió todo lo que pudo, recogió sus pertenencias más preciadas y los recuerdos de su madre y los envió a un depósito por los próximos cinco años. Estaba lista para partir.

 

Lentamente recorrió de nuevo el apartamento donde había vivido toda su vida. Era modesto, solo dos habitaciones con un baño cada una, una sala-comedor, la cocina y una pequeña terraza, donde muchas veces soñó con tener un gato o un pequeño perrito, pero su padre no autorizó el gasto. Ahora lo agradecía porque no tenía que desprenderse de otro amigo.

 

Colocó el dedo índice en la pequeña pantalla al lado de la puerta y esta se abrió, salió y volvió a colocar el dedo para cerrarla. Nostálgica, apoyó la frente en la puerta y se despidió de su madre, había tratado por todos los medios de no pensar en ella en el momento de hacer sus planes. Sabía que no lo habría aprobado, que trataría por todos los medios de hacerla desistir, de buscar otra solución. «Fue una buena madre», pensó con tristeza.

 

Se dijo a sí misma que era hora de continuar, de nada le valía seguir llorando por un pasado que no podía cambiar. Había habido muchos ojalá en su vida, hasta que se dio cuenta de que no lograba nada con llorar y añorar que sus circunstancias fueran diferentes; debía aceptar su situación, seguir adelante y hacer todo lo posible por tener un futuro mejor.

 

No esperó el ascensor, para sacudirse la tristeza bajó las escaleras con su pequeña maleta de mano. No necesitaría muchas cosas donde iba, lo más probable es que su comprador se la llevara con lo puesto. El conserje robot le dio los buenos días cuando abrió la puerta de la calle. El autotaxi[2] la estaba esperando.

—Puerta, abre —dijo con voz firme. La puerta se deslizó suavemente y ella se subió al coche.

—Identificación por favor —pidió la voz robótica.

—Martina Vaughan.

—Indique su destino.

—Aeropuerto —indicó al vehículo.

—Confirme destino aeropuerto —respondió el vehículo con suave voz de mujer.

—Confirmado —afirmó Maia.

—Coloque el dedo índice en la pantalla para cobrar de su crédito el importe del viaje. —Maia hizo lo que le pedía y por un momento el importe la hizo respingar.

 

El coche avanzó por las calles hasta llegar a la autopista, allí tomó el aerocanal[3] rumbo al aeropuerto. En poco tiempo el autotaxi la dejaba en su puerta de salida. Bajó y caminó hasta la máquina de inspección, colocó de nuevo su dedo y la puerta hacia el túnel que llevaba hasta la aeronave se abrió. Puso su maleta en la banda deslizadora ante la imperturbable mirada de los robots de seguridad, después de pasar por el escáner la retiró y continuó su camino hacia el avión.

 

Entró junto a otros pasajeros y subió su maleta al compartimento que había arriba de su asiento. Estaba en un puesto único, no tendría a su lado ningún acompañante que le diera charla. Mentalmente lo agradeció, no era muy sociable y no quería pasar horas contestando preguntas de nadie.

 

Una bonita asistente de vuelo le dio la bienvenida, Maia le sonrió en respuesta y por indicación de esta se abrochó el cinturón de seguridad. Una vez acomodada desplegó el holograma del móvil, que estaba en su muñeca simulando un antiguo reloj, y para pasar el tiempo jugó un rato con su videojuego favorito. El avión despegó y ella cerró su juego, estaba nerviosa, era la primera vez que volaba, abrió la persiana de la ventaba y observó las nubes.

 

Nunca había viajado en sus vacaciones, su mamá y ella iban a las playas en verano, al parque o al zoológico. Una vez la llevó a un parque temático cuando era niña, pero habían viajado en tren y regresado enseguida. El abogado de su padre le había reclamado a Amanda el derroche en el crédito de su cliente, recordándole que solo tenía permitido los gastos concernientes a alimentación, médico-odontológico, vestido, educación, las clases de gimnasia que su padre la obligaba a tomar y las visitas a la estilista para mantener sano y hermoso su cabello. Esto último aún la intrigaba y molestaba porque no tenía sentido el dinero que gastaba en eso cuando era tan restrictivo con los demás gastos.

 

Cuando murió su madre y su padre se negó a hacerse cargo de ella, sintió tanta rabia hacia él que quiso cortarlo al ras, raparse la cabeza para eliminarlo por completo. Pero no pudo. Terminó llorando en el suelo del baño con las tijeras en la mano, porque le pareció oír a su madre decir: por favor, nena, no cortes tu hermoso cabello. Ahora se alegraba de no haberlo hecho, era un activo que la haría ver más atractiva, ya habría tiempo de cortarlo una vez que su contrato hubiese terminado.

 

Había estado tan sumida en sus recuerdos y pensamientos, que no se dio cuenta de que el viaje estaba llegando a su fin, hasta que un salto en su estómago le indicó que estaban descendiendo. Miró por su ventana y se maravilló ante la gran ciudad que tenía debajo. Los robots habían hecho bien su trabajo, modificándola hasta dejarla del tamaño que tenía a finales del siglo XIX. Las labores de reforestación habían estado a cargo del personal humano que se había contratado para tal fin, creando hermosos espacios verdes donde antes había acero y cemento. A lo lejos Maia vislumbró las hermosas mansiones aéreas de los Alfas, muy parecidas a las que había en las playas de Florida, pero con mayor lujo y tamaño. Si todo salía bien ese sería su destino.

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